Soledad y Tristán se habían conocido bastantes décadas antes. Habían tenido muchas vidas. Primero en las calles del barrio, después en el instituto y la universidad y, más tarde, en el entorno laboral. Su mundo tenía sentido desde la voluntad de pervivir y sobrevivir, de ser ellos mismos y, como en el poema de Mario Benedetti que cantaba Serrat en aquellos años, también de defender la alegría como una trinchera, defenderla del escándalo y la rutina, de la miseria y los miserables. Entre las luchas cotidianas y las canciones de Serrat, Ismael Serrano, Sabina y Manu Chao construyeron su historia de amor y compartieron esperanzas, alegría, melancolía, dolor… El mundo cambió y con él, ellos también, hasta el punto que no lo reconocían, ni se reconocían. Se acabó la fiesta, caminos separados y les quedaban muchas más guerras. Unas existencias, las de Soledad y Tristán, donde siempre era posible estar peor y no ver el fondo del pozo. Había que vender la fuerza de trabajo, el cuerpo y el alma para sobrevivir y pervivir sin poner límites entre el tiempo laboral y el personal, sin preguntas, sin participar de las decisiones; cumplir objetivos sin entenderlos... Desorientación absoluta, precariedad, deshumanización, insatisfacción y angustia vital. Estaban jodidos, terriblemente jodidos, aunque ya habían sido advertidos en una de las letras de Joaquín Sabina, un visionario: Ellos que juraban comerse la vida. Fue la vida y se los merendó. A veces los mensajes no llegan, no se entienden, llegan tarde o reaparecen cundo menos te lo esperas…
La vida tiene estas cosas y, después de morir, se volvieron a encontrar… Las dos notas, compartidas décadas atrás por Soledad y Tristán, eran exactamente iguales: cortas, sintéticas, contundentes y muy claras. Ideas bregadas de luchas y resistencias compartidas frente a un mundo extraño, cosificado y hostil. Ideas manchadas y machacadas por el tiempo, pero legibles y llenas de sentido, aunque ya nadie las entendiera. Perfectamente redactadas, revelaban un mensaje que resonaba como una verdad dolorosa. Hablaban de la importancia de algo llamado la “salud laboral” y la necesidad de afiliarse al “sindicato”, hablaban de la solidaridad en tiempos de adversidad, de la acción colectiva como recurso para lograr cosas como la dignidad y la felicidad. Nadie entendía absolutamente nada, era una especie de cantinela exótica, un galimatías incomprensible para una sociedad donde los códigos eran la homogeneidad, la satisfacción inmediata, y el culto a la dopamina y al consumo, sin espacio ni tiempo para la reflexión y, menos todavía, sentido colectivo. Soledad y Tristán no vieron realizadas sus esperanzas, no cumplieron sus sueños y su mensaje perdura como un naufragio.