dimarts, 30 d’octubre del 2012

El tren del 14-N



Me gustan los viejos trenes, las estaciones secundarias, el olor de las vías… Me encanta ver el color del paisaje que se transita y, como, de forma suave y casi sin darnos cuenta, va cambiando hasta que llegamos a la estación de destino. Normalmente, el billete lo compramos nosotros y así decidimos, no sólo hacia dónde vamos, sino cosas, aparentemente nimias, como el número de paradas, el confort del asiento, la hora del viaje o si el convoy tiene cafetería o no. También suele ser una decisión personal viajar solos o acompañados o, en su caso, compartir el viaje. Hay otros trayectos que, de forma cotidiana y repetitiva, realizamos obligados, por aquello de la necesidad de vender nuestra fuerza de trabajo a fin de poder vivir y pervivir. Son viajes mucho menos románticos, pero, poco o mucho, también tenemos una cierta capacidad de elección; habitualmente podemos elegir el tipo de transporte, el itinerario y, a veces, hasta en qué invertimos el tiempo de tránsito: podemos leer el diario, una novela, escuchar música u observar al resto de pasajeros. Cuando se viaja, la capacidad de elección me parece esencial. Creo que es un termómetro del grado de libertad personal que, en cada caso, tenemos. No es lo mismo, por ejemplo, recorrer Irlanda de vacaciones, de la bicicleta al tren y del tren a la bicicleta, que tomar cada mañana un autocar de empresa para dirigirse a un polígono industrial, aunque el autocar sea el colmo de la confortabilidad y en Irlanda llueva mucho.

Los problemas empiezan cuando perdemos completamente esa capacidad de elección y no podemos decidir ni el billete, ni el destino, ni el medio de transporte. En ese caso, nos vemos obligados a plantearnos las diferentes opciones que tenemos. Podemos no pensar, dejar que las cosas transcurran y no hacer nada, de la misma forma que la pobre vaca no es consciente de que, tras el viaje en el vagón, le espera el cruel matadero. También podemos reflexionar y actuar para reconducir la situación y tratar de bajarnos de ese tren y buscar otro, por muy duras y tremendas que sean las circunstancias. Una de las cosas más relevantes que nos distingue al género humano del resto de géneros es, precisamente, esa capacidad de discernir. Es uno de los rasgos, tal vez el único, que nos hace libres. Nacemos libres y la vida es un conflicto perpetuo por mantener el perímetro de esa libertad, tanto si hablamos en el plano individual, como si lo hacemos colectivamente. Cada vez más, tengo la sensación de que nos hallamos viajando en una espiral donde todo se acelera y, progresivamente, vamos perdiendo la perspectiva de donde estamos y hacia qué lugar nos dirigimos.

Nos encontramos (o mejor debería utilizar “nos perdemos”) en un trayecto de austeridad hacía el tres por ciento de déficit en el que, no sabemos muy bien cuándo, ni cómo ni por qué, nos han subido sin preguntarnos nada. Viajamos sobre un tren desbocado, dónde a medida que aumenta la velocidad y avanzamos en la vía, el precio del billete se incrementa más y más, sin control ni previsión. Es un penoso tránsito que estamos alimentando a base de quemar un combustible social acumulado a lo largo de décadas, una materia prima que parecía que ya era nuestro patrimonio: atesorada y cuidadosamente clasificada en los perímetros de nuestra libertad a lo largo de muchas generaciones. Esa materia prima es muy diversa y tiene muchos nombres (y apellidos): se llama degradación de la sanidad pública, recortes en educación, menos recursos para las personas dependientes, recortes en ayudas al desarrollo, investigación e inversión pública. Se llama destinar enormes cantidades de dinero público para tapar un agujero generado por el sector financiero, al mismo tiempo que se recortan (y ultrajan) cosas como la regulación laboral, el sistema público de pensiones o libertades civiles como los derechos de reunión y manifestación. Se llama degradación de la democracia, en la medida que se aplican sobre la ciudadanía rectas que no han sido votadas por ella (ni explicadas, ni pactadas, ni consensuadas…) impuestas por unos actores ajenos, fríos y sin alma, llamados mercados financieros.

El peaje social que pagamos por este viaje se hace difícil expresarlo en unas líneas, ante una pantalla de ordenador, aunque basta con echar una mirada a nuestro entorno para hacerse una idea. Habría que indagar sobre cómo se sienten los seis millones de desocupados y desocupadas, o más de la cuarta parte de la ciudadanía, que vive por debajo del umbral de la pobreza. Se debería preguntar también a las cientos de miles de familias, que son víctimas cotidianas de desahucios hipotecarios, o a las tres generaciones que comparten el piso de los abuelos y dependen de una triste pensión o de unas ayudas que no siempre llegan. Y, puestos a preguntar, también lo podríamos hacer a los que ya no están por qué no han podido resistir la presión, lástima que llegamos tarde. Sentimientos, frustraciones y desesperanzas dibujan un tercio de la sociedad condenado a no poder salir del túnel. Se trata de una pobreza cada vez más severa que parece no tener fondo, pero, eso sí, es muy moderna y competitiva, como mandan los que mandan, que, por supuesto, tienen muy poco que ver con los que votamos (o no votamos) de manera regular. Por desgracia, no estamos solos en la adversidad, es lo que tiene la globalización: el alien neoliberal recorre Europa (y el mundo) y, parece ser, que, si no ponemos remedio, al final el tren descarrilará y se llevará todo por delante. 

Es en esta vía muerta donde nos toca decidir: no hacemos nada y vamos, como el ganado, directos al matadero o nos bajamos del tren. Es urgente buscar nuevos caminos desde la movilización -y el voto- que liberen Europa de los lobbies financieros y la ponga al servicio de las ciudadanas y los ciudadanos. La huelga general del próximo 14 de noviembre (la segunda en menos de un año), cobra aquí todo su sentido. Se trata de una movilización que supera lo estrictamente laboral, con un  peso enorme de toda la sociedad civil y, al mismo tiempo, una dimensión de ámbito europeo que, globalmente, trata de responder a las políticas -también globales-, de desgaste y recorte de todos y cada uno de los Gobiernos de la UE. Una movilización a escala europea, pondrá el debate más en su lugar y, sin duda, será un sendero útil para ayudar a cohesionar socialmente a toda ciudadanía de la UE, que buena falta nos hace. Tal vez sea un primer paso para que, al fin, seamos nosotros los que podamos decidir el billete, el destino y el medio de transporte de nuestro futuro y el de nuestros hijos. Yo, como he escrito al principio, me quedo con los viejos trenes.

dissabte, 27 d’octubre del 2012

Estado de bienestar 2.0



A mediados del XXI, en un lúgubre apartamento de apenas treinta metros cuadrados, una carta fue hallada junto al cadáver de Manuel. Su cuerpo presentaba signos de abundantes patologías crónicas y lastres físicos, fruto de la conjunción de una asistencia sanitaria parca y limitada con una vida laboral dilatada hasta más allá de los setenta años, con largas jornadas de trabajo en un sinfín de ocupaciones y poco, muy poco tiempo para el ocio. Los ojos del difunto y un extraño gesto facial sugerían una mezcla de alivio y tristeza. Sus últimas palabras, según explican sus compañeros de piso, fueron un frustrado y amargo "no era eso, joder...". La carta, ya amarillenta, fechada varias décadas antes del momento de la defunción, tal vez explica algo de esa última expresión de su rostro, de sus últimas palabras. El texto, todavía perfectamente legible, rezaba así:

"Hoy me ha iluminado la luz neoliberal del señor Adam Smith y, por fin, he logrado comprender esa redefinición del concepto de bienestar que, últimamente, está tan en boga en las modernas recetas económicas que, tozudamente, nos están aplicando nuestros gobernantes. Me he dado cuenta de la verdad: hemos de ser solidarios, que la cosa está muy mal. Es momento de ser prudentes y, sin quejarnos, poner la otra mejilla y pagar el peaje que toca por estos años de locura, dilapidación de recursos y desvarío en los que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Hay que seguir transfiriendo más capital del trabajo a la banca para poder reestructurar nuestro maltrecho sistema financiero. Debemos eliminar esa cosa tan antigua y trasnochada llamada regulación laboral: abaratar y facilitar más el despido e individualizar más todavía la negociación colectiva, para dar oxígeno a nuestro abnegado empresariado y, de esa manera, posibilitar que los brotes verdes del empleo sean una realidad en el futuro.

Y, como no podíamos seguir por este camino de orgía y derroche, también habrá que limitar y acotar los límites de eso tan perverso llamado Estado de bienestar, una cosa anacrónica que limita la sabia mano invisible del mercado, e impide que pueda desarrollar toda su creatividad y proyectarla sin cortapisas a toda la sociedad. Seguro que viviremos mejor y seremos más ingeniosos sin papá estado que nos proteja y, a poco que nos lo propongamos, encontraremos la manera de vivir y pervivir mejor, prescindiendo de cosas tan superfluas como la sanidad universal o la educación pública, por no hablar de los subsidios y prestaciones por desempleo que, ya se sabe, atrofian el ingenio y fomentan el parasitismo y la holgazanería social.

Como ya plantean varias voces autorizadas e intrépidas de la derecha (más allá del blandengue de Rajoy), hay que reformular el modelo de Estado y eliminar de un plumazo las Autonomías, los Consejos comarcales, las Diputaciones que hagan falta… y que las competencias -y la gestión- de las cosas importantes (como sanidad, educación y justicia) sean asumidas por un estado fuerte y centralizado (o directamente por los mercados), superando así, esas monsergas como la plurinacionalidad del Estado o la disparatada idea de acercar el gobierno a los ciudadanos (cosas de rojos)  y, si eso entra en conflicto con el mandato constitucional, pues, en nombre del control del déficit, se reforma la constitución y punto, que no sería la primera vez.

Siempre habrá desagradecidos, miopes y heréticos que renieguen de la fe verdadera del neoliberalismo y no comprendan cosas tan razonables como que en estos oscuros tiempos, los bancos privados, a quienes suelen financiar los bancos centrales a un 1% puedan beneficiarse de un tipo al 0,01% y, en las mismas circunstancias, algunos Estados, por el contrario, deban pagar tipos 600 u 800 veces más elevados y, en esa línea, planteen ideas tan disparatadas como que el BCE ejerza como tal, protegiendo la estabilidad de los precios, e intervenga para hacer bajar el coste de la deuda pública o se planteen recetas tan exóticas como reformas fiscales y financieras a escala europea, cambios profundos en el modelo productivo o inversión pública, con el fin  de liberar Europa de los lobbies financieros y ponerla al servicio de las ciudadanas y los ciudadanos.

Caminemos pues, con firmeza y convicción, por el camino verdadero del neoconismo, alejémonos de izquierdistas trasnochados, perroflautas, sindicalistas y demás agoreros de poca fe. Ante la disidencia, no es necesario que analicemos las causas que la provocan, bastará con que endurezcamos el Código penal y recortemos la libertad de reunión y expresión hasta donde sea necesario: descuarticemos el movimiento sindical, penalicemos las convocatorias por Internet, la resistencia pasiva… y eliminemos todos los obstáculos que nos aparten del sagrado objetivo del control del déficit y de la confianza de los mercados financieros, hasta que -como dijo Berthold Brecht- ya no quede nadie que pueda hablar. Seguro que, tras la travesía en el desierto y la penitencia, volverán a florecer los derechos perdidos (sea por generación espontanea o graciosidad de los mercados), y el nuevo Estado de bienestar 2.0 renacerá de las cenizas de su anterior versión cual ave Fénix, mucho más moderno y completamente innovado, y los ciudadanos, ahora sí,  por fin seremos felices y comeremos perdices."

No sabemos si la carta fue escrita por el difunto o no, pero una cosa está clara: al final, aunque ni comió perdices, ni fue feliz,  Manuel encontró su propio estado de bienestar.

divendres, 26 d’octubre del 2012

Catalunya ¿Qué transición nacional?


Escribió el revolucionario Chino Zhou Enlai que todos los países, sean grandes o pequeños, fuertes o débiles, deben gozar de igualdad de derechos en las relaciones internacionales. La cita viene a cuento por aquello de que al señor Enlai, por distancia cultural, geográfica e histórica, nadie le podrá acusar de tener arte ni parte en todo este embrollo mediático que está provocando el tema de que Catalunya pueda ejercer su derecho a autodeterminarse y decidir la forma de relacionarse con el mundo que sus ciudadanos y ciudadanas consideren más conveniente. Es alucinante el revuelo que puede generar algo tan sencillo como la democracia y muy triste que la visceralidad y la ignorancia formen un cóctel tan demoledor, que sí es capaz de separar personas (y no los referéndums o las aspiraciones colectivas sociales, nacionales o del tipo que sean). Todo vale para ser manipulado en pro de los oscuros intereses y privilegios de siempre. En Catalunya lo normal debería ser aplicar aquel principio de la teoría política que sostiene que, aunque los derechos, más o menos “absolutizados”, se regulen en las constituciones, su  existencia es superior y anterior a todo pacto constitucional y, de esa manera, su reconocimiento a través de la historia, ha ido creciendo a medida que las sociedades han ido progresando. Tampoco faltan ejemplos prácticos de su aplicación como Escocia o Quebec, por citar dos casos. En esa línea, el ejercicio del derecho de autodeterminación no tendría que ser un problema, sino una solución para potenciar cambios y hacer posible el progreso impulsando transformaciones democráticas, políticas y sociales para avanzar colectivamente. En el caso del Estado español la pregunta es: ¿Qué impide que esto sea así?

Razones históricas

Es imposible responder a la cuestión precedente de una forma sencilla, ni en una sola dirección, ya que en las posibles repuestas se mezclan muchos condicionantes que van de lo histórico a lo político, y de lo político a lo sociológico. Sin duda la actual configuración del Estado y sus problemas territoriales tienen mucho que ver con su implantación histórica, en el siglo XVIII, por parte de la dinastía Borbónica, que, tras la Guerra de Sucesión, se basó en la imposición de un modelo que no se ajustaba al carácter diverso de la ordenación política (y cultural) peninsular. Hasta entonces, hablamos de diferentes estructuras políticas (que se corresponden con pautas sociales también diversas) que, desde el siglo XVI, comparten -no sin conflictos- la monarquía Austria, pero mantienen perfectamente sus rasgos propios con una fórmula que, salvando las distancias, podríamos decir que se trataba de un modelo confederal. Tras el decreto de Nueva Planta, esto se rompe en mil pedazos, y, bajo una forma de Estado artificiosa e impuesta, con desarrollos políticos, sociales y territoriales desiguales, llegamos al siglo XIX, donde el fracaso de la revolución liberal en España (entre otros factores), hace que las diferencias políticas y las dinámicas de conflicto de tipo social (movimientos obreros y campesinos, básicamente) y territorial (como el surgimiento de catalanismo político) se acentúen y no se resuelvan, ni con el sistema de la Restauración ni, mucho menos, con la posterior dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Llegados a este punto, la implementación de la II República y su derrota militar, representan el fracaso del último intento reformador democrático.

De la transición al presente

Lo que viene después ya lo explicaba muy bien a finales de 2009 el profesor Vicenç Navarro, en su artículo "La herencia nacionalista del fascismo": (...) Cuarenta años de dictadura y 32 de olvido de nuestra historia explican la enorme fuerza que aquella visión nacionalista españolista todavía tiene en sectores de la población que ven cualquier defensa de la identidad catalana como un separatismo (actual o potencial) o una defensa de privilegios. Y hoy las derechas (en complicidad con ciertos sectores confusos jacobinos de las izquierdas) están utilizando este anticatalanismo para movilizar un apoyo electoral, dividiendo y rompiendo España. Aunque tanto el PP como UPyD (en el caso de Catalunya, Ciutadans ocuparía el espacio de UPyD) se definen como no nacionalistas (limitando el término para definir los nacionalismos periféricos) ambos lo son profundamente, pues promueven un nacionalismo excluyente y enormemente opresor, heredero del fascismo (...). Como resultado final, en el Estado español, encontramos una pluralidad identitaria y un desconocimiento mutuo de esa diversidad, potenciado por las élites fáctico-históricas de siempre y sus potentes brunetes mediáticas, que ha imposibilitado, entre otras cosas, por ejemplo una solución de tipo federal o confederal. No es extraño, por tanto, que la construcción UE se transforme ahora, invalidada la opción de una España federal, en la vía lógica para encajar esta diversidad ibérica. Con este panorama, azuzado por el impacto una profunda crisis (que no sólo es económica, sino global, de modelo social y de valores), se explica mejor porqué el pasado 11 de septiembre salimos a las calles de Barcelona más de un millón de ciudadanos y ciudadanas.

El contexto electoral. ¿Qué transición nacional? 

Así llegamos a estas elecciones en Catalunya, en un contexto de frustración social, profunda estafa democrática y dictadura de los mercados, donde no es conveniente olvidar que el eje social, es tan transversal como el nacional y, de la misma manera, tan absurda es la teoría de que lo que está ocurriendo en Catalunya es, únicamente, una cortina de humo a la medida de CiU, como la de que con un Estado independiente, por si mismo, se solventarán todos los problemas sociales. Vale la pena que nos preguntemos sobre en qué país queremos vivir ¿Qué tipo de fiscalidad deseamos? ¿Qué modelo de Estado de bienestar? ¿Qué modelo productivo? ¿Cómo se va a redistribuir la riqueza? ¿Se trata de un modelo donde mandan los mercados o lo hará la ciudadanía? ¿Qué forma de Estado? ¿Qué regulación laboral? y podría seguir preguntando hasta el infinito, pero cierro los interrogantes con una última cuestión: ¿mientras llegamos a Ítaca, cómo se van a gestionar estos “pequeños detalles”? Tratar de vender que estas elecciones son “un plebiscito” o hablar del “voto útil soberanista” es faltar a la verdad; lo que aquí se dirime es un modelo de país que, en gran parte, dependerá de la correlación política (en un eje derecha-izquierda) que surja en el nuevo Parlament y, en todo caso, debería ser esta futura mayoría la que impulse, junto con un gran debate social, una consulta o referéndum que, ahora sí, tendría carácter plebiscitario y, desde luego, también legitimidad democrática.   

Creo que sobran razones democráticas, económicas, sociológicas e históricas -y base social- para legitimar la constitución de Catalunya como un nuevo Estado independiente en el marco de la UE, si sus ciudadanos y ciudadanas así lo deciden en las urnas, y también me parece que en estas elecciones es igual de importante no caer en la trampa de los "votos útiles" (que, al final, resultan los más inútiles) y optar desde la libertad de opción y sin determinismos interesados. Si la cosa va así, cabe esperar un Parlament más plural que, desde esa diversidad, podrá liderar -en mejores condiciones que con una eventual mayoría absoluta de CiU-  cualquier proceso, tanto si hablamos del modelo jurídico de construcción nacional, como si lo hacemos desde el punto de vista de la justicia social y la gestión de la crisis. Un Parlament diverso seguro que representará mejor toda la pluralidad de la sociedad catalana y, en cualquier caso, significará una base democrática más deseable en cuanto al diseño político y el grado de participación de la ciudadanía en un hipotético proceso constituyente. Desde ese punto de visita, el peor resultado electoral -social y nacionalmente hablando- sería una mayoría absoluta de la derecha que, me temo, resultaría dramáticamente reduccionista, y de la que, por cierto, no tenemos muy lejos un buen ejemplo de lo que podría significar: la transición "democrática" española es un perfecto espejo de lo que no debería de ser, en su caso,  la transición nacional de Catalunya si no queremos aumentar, todavía más, el lastre de la frustración.

Propuesta de argumento para la nueva película de Star Trek sobre la formación de la Flota Estelar "en la línea Kelvin"

En la línea de verdad (no la otra) el sintético Picard, aburrido de su vida en la Academia de la Flota Estelar, decide viajar a través de un...