divendres, 1 de febrer del 2013

Cleptocracia



Decían en el 68 parisino aquellas cosas que han acabado poblado nuestro imaginario colectivo: “La imaginación al poder”, “Prohibido prohibir”, “Debajo de los adoquines  está la playa”… Y, del 1968 al 2013, medio siglo después,  hemos llegado a otra versión 2.0, tuneada, castiza e ibérica. Hace unos días escribí que lo de Bárcenas era una pequeña punta del iceberg que se esconde debajo y, visto lo visto, debajo, más que un iceberg, estamos encontrando  toda una glaciación en términos geológicos.  La imaginación está siendo superada dramáticamente por la cruda y maloliente realidad del poder. Da asco y pavor ver con toda claridad que estamos gobernados por una cleptocracia que, no sólo incumple su programa electoral, sino que, de forma delictiva (presuntamente), lleva décadas lucrándose a costa de nuestro dolor social (cosas como los recortes sociales, las reformas laborales y la austeridad dogmática duelen mucho…) y, por supuesto, nuestra ignorancia: cuando se comete una estafa es importante (o al menos deseable para el que comete el delito) que la víctima no sepa lo que le están haciendo. Lo más alucinante es como el delincuente (presuntamente), cuando es señalado, se empeñe en negar lo que, a la luz del sol, se hace palmario, visible y oliente.

Para estos delincuentes (presuntamente) está prohibido prohibir: prohibido reconocer la viga propia (la paja ajena es otra cosa…), prohibido someterse al imperio de la ley, que ellos mismos gestionan y legislan, y, por supuesto, prohibido dimitir y convocar elecciones. Me imagino que, tanto cemento proveniente de la especulación inmobiliaria, se ha  acabado adhiriendo a su piel, cosa que les ha provocado un tremendo endurecimiento del rostro y una gran dificultad para ver más allá de su ombligo. Debajo de los adoquines es complicado encontrar la arena de la playa, pero parece ser que, debajo de determinadas mantas, sí que es posible encontrar arena, toneladas de arena impregnadas de chapapote maloliente. No es un problema que afecte a un número determinado de elementos que “se han portado mal”. Lo que aquí  se expresa es algo mucho más global, que tiene que ver con calidad de nuestro modelo democrático en su conjunto y afecta, absolutamente, a todas las instancias del Estado, desde el mundo municipal, hasta la propia Casa Real (presuntamente, por supuesto). La cosa tiene un nombre: fraude democrático, sistémico y global. Me parece que la única medicina válida para esta patología está en la propia ciudadanía, que debemos ejercer como tal y exigir unos mínimos de legitimidad democrática  (con la movilización, la participación y el voto, cuando toque) donde no la hay. No existen otros atajos, ni varitas mágicas... ¿Qué más tiene que pasar para decir basta?

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